En Relatos del fuego sanguinario y un candor la inocencia y la violencia se amalgaman dentro de un mundo singular y atroz, un mundo que se desarrolla en Hispanoamérica y que gira en torno a un personaje entrañable, Eudivigis Lindavista, una niña santa de siete años muerta sobre una capa de santidad y ejemplo de incorrupción de la carne. Por estas páginas, Hispanoamérica alza su injusticia, llora sus heridas y exhibe arrogantemente su grandeza exótica y mágica inmersa en un poso de amores contrariados y desesperados, de crueles venganzas, de niños que perecen y asesinan, de muertos que resucitan, de dictadores sin ojos y caníbales. Todas las historias de este libro muestran una extraña sensación de viveza, una vertiginosa ascensión de frescura, gracias a la magnífica prosa de su joven autor, una prosa veteada de incontenible lirismo que atrapa y conmueve.

En la voz narrativa de Antonio Gálvez Alcaide contemplamos el amor a la tradición literaria bajo el filtro de su extraordinaria sensibilidad, un estilo propio y depurado, una pasión por el lenguaje que le interna en el registro hispanoamericano con precisión, así como en su momento lo practicaran Valle-Inclán o Cela. Como comprobará el lector, la calidad narrativa de Antonio Gálvez Alcaide tiene muy hondos los cimientos.

Morfeo Editorial se complace en presentar la segunda edición de Relatos del fuego sanguinario y un candor, una edición revisada y ampliada respecto a la publicada en 1997, una edición definitiva. En Relatos del fuego sanguinario y un candor sus historias se sitúan en Hispanoamérica y giran en torno a Eduvigis Lindavista, una niña muerta a los siete años «en olor de santidad». La inocencia y la violencia se mezclan en una serie de personajes muy difíciles de olvidar. De este modo somos testigos del nacimiento de la niña santa en el primer relato, de su presumible estado de postración («Eduvigis Lindavista»); y del amor tremendo de la Ladina, que escarba una fosa por comprobar si en ella está enterrado su novio («El día aquel del cementerio»); y del bandolero Zacarías, en su última correría («El indiano Zacarías»); y de la narración del señor Matrero, junto a lo que presencia en una loma («En un rincón oscuro»); y del penoso primer amor de Ranchito, con el terrible paso del tiempo de su abuela Belisa («Vuelos de deseo y grietas»); y del niño Lolo, que aspira pegamento para terminar relacionándose con unos sicarios («Primerizo en brasas»); y de Magdalena Huertas, la mujer que se presenta a la presidencia de su país sin entender su inmenso poder de convocatoria («Memoria de la ciudad sin paz»); y del triste final del conquistador Gonzalo de Pineda, con su brutal paralelismo en el mulato Oswaldo, de La Habana («Noche de tropiezos y altivez»); y de la tremenda congoja de la señora Justina, a la que se le muere su bebé en los brazos para recoger un desenlace impensable («Justinita la Idolatrada»); y de los encuentros portentosos de Valeria, que ha de de cumplir como madraza a los diez años de edad («Una niña perdida en el mar»). Verdaderamente, unos relatos muy difíciles de olvidar.